A juzgar por lo que leemos, vemos y oímos, no hay duda de
que de esta crisis que padecemos sólo podemos salir aplicando grandes dosis de
austeridad a casi todo lo que hacemos, ya sea como gasto monetario o no
monetario pero con consecuencias ecológicas.
Sin embargo, la austeridad casa mal con algunas de las
actividades esenciales e inherentes al mismísimo sistema de economía de mercado
en el que vivimos y del cual vivimos. Naturalmente, nos estamos refiriendo a lo
que irónicamente podríamos llamar la Santísima Trinidad del sistema económico actual:
la producción, el mercado y el consumo.
Pero aclaremos brevemente esos conceptos para saber a qué nos estamos refiriendo. Empecemos por el
último: el consumo. Efectivamente, la capacidad del sistema para generar
recursos económicos a cada una de las personas que lo constituyen, tiene en el
consumo de los bienes producidos uno de sus fundamentos funcionales: sin
consumo suficiente, los bienes producidos se inmovilizan y el sistema se
colapsa.
El otro fundamento,
claro está, es la actividad previa e imprescindible que hace posible el consumo,
es decir, la producción de los bienes.
Aunque no todo lo que consumimos ha sido producido por la actividad humana. La
naturaleza de la que formamos parte, es la fuente independiente que pone a
nuestra disposición buena parte de los recursos que necesitamos, y ello, de una
forma más o menos gratuita. Gracias a esos bienes naturales, podemos organizar
la cadena de producción de bienes consumibles a cambio de dinero, es decir, la empresa productiva y el intercambio
comercial y con ellos, la existencia misma del dinero y del salario.
A partir de aquí, aparece el tercer concepto fundamental: el
mercado, o lugar en el espacio tiempo (aunque sea virtual) en el que se cierra
el círculo, pues allí se produce la transformación en dinero de esos bienes y
con ello llegamos al consumo, esta vez definitivo, de los bienes producidos.
Aunque no se trata exactamente de un círculo, sino más bien de una espiral,
pues es en el mercado donde la transacción produce el todopoderoso excedente
monetario, bien supremo del sistema que permite su continuidad y sobretodo su ampliación
a los que carecen de recursos suficientes para sobrevivir. He aquí su
justificación: cuanto más excedente más capacidad de dotar de recursos a los
que aún no los tienen es decir, cuanta más desigualdad más igualdad. De aquí,
que el excedente o beneficio monetario, se constituya en el objetivo
fundamental, el verdadero Dios del sistema que así es Uno y Trino a la vez,
como el famoso misterio católico. Por tanto, la economía de mercado, como la
religión, resulta algo incomprensible
que descansa en la fe, aquí llamada confianza.
Bien, baste este pequeño resumen para ponernos de acuerdo
mis lectores y yo en que estos son los fundamentos del sistema que hoy está en
fase crítica, al menos por estos lares. Crisis que se inscribe en ese
territorio mistérico al que nos referíamos, y que es entendida como una
enfermedad, en el sentido medieval, como si se tratara de un mal funcionamiento
de los humores, un desequilibrio entre
ellos que de no corregirse conduce al colapso total.
A ese diagnostico contribuyen los obscuros
doctores, verdaderos expertos en la alquimia que convierte el humo en oro.
Todos ellos, desde las cátedras medievales modernas que son esas empresas de consultoría,
y esos medios periodísticos especializados, verdaderos púlpitos de tipografías góticas,
han girado sus pulgares hacia abajo y han pronunciado su diagnóstico: el
sistema está enfermo no por culpa de los excesos de beneficios, sino por culpa
del desenfreno, el despilfarro y la sensualidad que produce el mal uso del exceso de abundancia. “The party
is over” han tronado y luego, como si fueran el dominico Savonarola han dirigido
su mirada severa hacia las clases populares, han levantado su dedo acusador y han lanzado la pregunta aterradora: “Who
will pay the bill?”.
A continuación, han
dividido el mundo entre los justos y los pecadores y dirigiendo su complacida y
benévola mirada hacia los fieles, puros y nobles pueblos germánicos y nórdicos
luteranos en general, la han vuelto de nuevo contra nosotros y han pronunciado
las palabras mágicas: la austeridad
alemana. Y nos han prescrito este remedio que podrá hacer recobrar la salud al
sistema siempre y cuando se aplique con el suficiente rigor, severidad,
rigidez, gravedad y parquedad, necesarias.
A partir de aquí ya sabemos lo que nos toca: Penitenciagite! (O sea Penitentiam
Agite, 'haced penitencia'. Esta frase del libro de Umberto Eco El nombre de
la rosa, parece ser que era el grito de los dulcinitas (religiosos
fundamentalistas) cuando mataban al clero rico.)
Pero no, no pretendo decir que haya que matar a nadie.
Bromas aparte y retomando el principio, lo que me gustaría examinar es en qué
consiste eso de la austeridad alemana. Eso será otro día.
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